Silvia es maquilladora de un canal de televisión. Está acostumbrada a hablar con los periodistas y con los entrevistados, mientras los maquilla. Una vez, estaba poniéndole un poco de polvo volátil a un político que acababa de llegar de Río de Janeiro y quedó fascinada: no con el político sino con lo que le contó el hombre de las playas, de la música en los bares…Hacía dos años que no se tomaba unas vacaciones y había ahorrado bastante como para sacar el pasaje. Nunca había viajado en avión, pero ya se imaginaba caminando por la playa, tomando agua de coco.
Al día siguiente, le contó a una de las productoras del canal que estaba con ganas de ir a Brasil. Enseguida le pasó el teléfono de la agencia de viajes que se ocupaba de las reservas cada vez que algún periodista tenía que hacer una cobertura especial. En pocas horas ya tenía los pasajes comprados. También, reservó un departamento en Copacabana, que iba a pagar directamente allá Faltaban tres meses, tiempo suficiente para prepararse para su primer viaje en avión.
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La noche antes de viajar prácticamente no durmió: estaba tan arrepentida. Se sentía una idiota por haberse entusiasmado tanto con algo que nunca había hecho. Siempre se había manejado tan bien en ómnibus. Viajar sola no la ponía nerviosa, estaba acostumbrada; pero le preocupaba que le faltara el aire y que nadie se diera cuenta. Para peor, le tocó junto a la ventanilla. «¡Cómo no le dije al de la agencia que me ponga en pasillo!», pensó. Sin embargo, parecía que había tenido suerte y que podría estirar las piernas ya que el asiento de al lado estaba vacío.
Se había puesto los auriculares para escuchar música y distraerse cuando vio que la gente del asiento de adelante se estaba levantando y hablando con la azafata. A los pocos minutos, vio que un hombre, de unos 40 años aproximadamente, estaba agarrando sus cosas para pasarse al asiento de atrás: la pareja tenía un bebé y le habían pedido a la azafata de estar juntos, seguramente.
-«Hola, soy Silvia», le dijo ella. Aunque después se arrepintió porque empezó a dudar sobre si había que saludar en el avión a los que se sientan junto a uno.
El hombre le sonrió mientras guardaba su carry on en el compartimento y sacaba una laptop de la mochila.
Enseguida el comisario de a bordo anunció que estaban por despegar y que tenían que ajustarse el cinturón. Silvia lo hizo y enseguida empezó a transpirar. Sentía que el corazón le palpitaba cada vez más rápido. Si hubiera podido, se hubiese levantado y pedido que le abrieran la puerta para bajarse. Pero las piernas no le respondían. Su compañero de asiento le preguntó si le pasaba algo. Silvia lo miró y no pudo explicarle nada. Sólo atinó a pedirle: «¿Podrías darme la mano?»
El avión ya estaba empezando el carreteo y ella tenía miedo de quebrarle algún hueso de la mano a ese pobre hombre. Lo miró a los ojos para decirle gracias y recién ahí se dio cuenta de lo actractivo que era. Él solamente le sonrió y ella no sabe porqué pero se sintió segura. Silvia también le sonrió y quedaron así, agarrados de la mano. Incluso escuchó que el comandante decía algo de los 10.000 pies y ella por las dudas no le soltó la mano, porque no sabía qué significaba ese anuncio.
Se animó a mirar por la ventana y le pareció tan lindo lo que vio: las nubes parecían un colchón y el avión parecía un barco que iba navegando a través de esas nubes. Ya había recuperado la respiración y entonces le empezó a contar a su compañero de asiento que nunca había viajado en avión. Que lo había evitado siempre. Él, en cambio (Silvia jamás nos contó su nombre), era un viajero frecuente. Por negocios viajaba seguido a Río de Janeiro y a San Pablo.
El viaje se le pasó volando, literalmente. Sólo recuerda que en un momento se acercaron las azafatas a ofrecerles algo para tomar. Después no pararon de conversar ni un segundo.
Fueron tres días inolvidables. Silvia jamás llegó al departamento que había reservado. Por suerte tenía que pagarlo ahí así que ni siquiera perdió plata. Caminaron por la playa, tomaron capiriniha y no se separaron nunca. Hasta que llegó el día de volver. Él tenía reuniones y debía seguir rumbo a otra ciudad, cerca de Río. Se despidieron y Silvia tomó un taxi para ir al aeropuerto. Le sorprendió porque le tocó la misma tripulación que de ida. «Debería regalarle algunos de los garotos que llevo para las chicas de la oficina a esa azafata; si no fuera por ella, yo no hubiera pasado estos días inolvidables en Río», pensó. Pero al final no lo hizo, porque sintió que tendría que darle más detalles.
Durmió todo el viaje. Al día siguiente, apenas llegó al canal, le contó a sus compañeras de trabajo sobre su aventura. Dicen que jamás volvieron a hablarse, ni escribirse. Pero cada vez que recuerda algo de esos días, a Silvia le dan ganas de subirse a un avión.