Subir a un avión es para mí una especie de tortura. La frase “el avión es el medio que me lleva a ese lugar adonde quiero llegar” es como un mantra que me acompaña o más bien me martilla la cabeza cada vez que llega el momento de abordar, buscar mi asiento y resignarme a sufrir como Verónica Castro o Grecia Colmenares.
Hice dos cursos, fui a dos simuladores de vuelo, entrevisté a varios pilotos, leo todo lo que se publica sobre seguridad de aviación, de hecho sumé a mis hobbies ver los documentales del aeropuerto colombiano “El Dorado” para volverme también experta en la identificación de personas que pretenden subir al avión con droga escondida en las prótesis de los glúteos, en libros o, lo más triste, en su estómago. (Aunque todo es triste, sea cual sea el lugar donde trafican)
Todo esto para demostrar que soy una de esas personas que le mete garra a lo que le cuesta. Me esfuerzo, digamos. Pero la vida algo me debe querer mostrar, como dicen algunas amigas.
Mi último vuelo se suponía que iba a ser el más fácil de toda mi vida. De hecho, aunque quise convencer a mis 4 acompañantes de ir por otro medio porque era más económico, seguro, pintoresco o ya no me acuerdo las excusas que di, estaba segura que se me iba a pasar volando: Buenos Aires – Punta del Este / 55 minutos. Menos tiempo del que me lleva llegar al microcentro.
Pero no. Ya desde la noche anterior, estuve recibiendo de un piloto amigo los informes: “¿Ves esa masa roja que está sobre el Uruguay? Es un frente de tormenta. Pero seguro se irá para el océano. Vas a viajar bien”.

Al llegar al aeropuerto, ya se veían las nubes densas, grises, pesadas sobre el Río de la Plata. Como táctica para matar el tiempo, me zambullí en el freeshop a hacer un testing de perfumes. Cuando terminé, me dediqué a analizar las ofertas y así hasta que escuché que Aerolíneas Argentinas anunciaba que mi vuelo había sido demorado.
Esto publicó El País de Uruguay sobre la tormenta de ese día
“Esto no me gusta”, dije a mis compañeras de viaje. “Mejor que no salga ahora, deben estar esperando que se vaya la tormenta”, me dijo Lidia, mi tía, con quien viajaba. En el fondo, tuve la certeza de que tenía razón: si algo aprendí en los cursos es que los aviones, y con más razón Aerolíneas Argentinas, no salen hasta que las condiciones metereológicas y de seguridad del avión estén garantizadas.
A la hora ya estábamos embarcando. Como siempre, me presenté a la tripulación: “Soy Carola Sixto, soy aerofóbica, hice el curso hace poco con ustedes y sólo quería saber cómo va a estar el vuelo”. Me contestaron tan amablemente que ya los agregaría a la lista de invitados de mi cumpleaños. Me dijeron: “A la ida, nuestros compañeros se movieron mucho, pero ahora ya parece que la tormenta está pasando”. Listo, lo que quería escuchar.
Ya sentados, ya con el cinturón abrochado, ya con el corazón que empieza a carretear antes de que lo haga el avión, el comandante anunció que estaban esperando el informe meteorológico desde Uruguay.
Su atención por favor
El informe llegó y con el reporte nos informaron que teníamos que desembarcar porque el aeropuerto de Punta del Este y el de Montevideo estaban cerrados. En Uruguay habían decretado alerta naranja, un ciclón pasó por Piriápolis con vientos de más de 180 km por hora y arrasó con el techo de la terminal de ómnibus, una escuela y varias casas, entre otros desastres.
Un ciclón arrasó Piriápolis (noticia)
Bajamos, tuvimos que buscar las valijas y volver a pasar por migraciones y Aduana. Una empleada muy antipática me dijo que yo llevaba una playstation al pasar mi valija por el escáner. Le pregunté dónde pensaba que la había comprado, si todavía no había salido del país.
La espera se hizo larga, larguísima. Si no hubiera sido porque era un viaje muy esperado, familiar, de reencuentro, hubiera salido corriendo como Forrest Gump.
Almorzamos algo, volví a hacer la revisión científica de los perfumes, las valijas, los bolsos, las mochilas, los lentes y todo lo que se vende en el freeshop hasta que llamaron para abordar nuevamente, pero esta vez a Montevideo. Punta del Este seguía cerrado.
Es muy triste decirlo, pero en un momento tuve la sensación de verme desde arriba y me sentí una vaca que va al matadero. Desde el teléfono, fui siguiendo la tormenta en Uruguay y era más que seguro que el vuelo iba a estar movido.
Subimos y el avión enseguida despegó. Enrique Piñeyro dice que las turbulencias son como pasar por una calle empedrada. Bueno, imagínense que me tocaron los primeros 20 o 30 minutos de empedrado. Hasta que de repente desapareció y las turbulencias se esfumaron y el comandante avisó que iniciaríamos el aterrizaje.
Todavía nos esperaba ir a buscar un ómnibus que nos trasladara hasta nuestro destino, ya que la aerolínea no se hacía cargo al deberse la demora a un factor climático. Ya nada importaba, estaba en tierra firme, habíamos podido volar y el aterrizaje había sido fabuloso.
¿Si lloré? Y sí, por qué les voy a mentir. Pero no sé bien si lloré de miedo o lloré porque ahí estaba, otra vez, haciendo el enorme esfuerzo de domar al dragón, que a veces me regala horas de pavimento y otras…puro empedrado.
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